Los deseos ridículos




Cody's Cuentos show

Summary: Los deseos ridículos de Charles Perrault Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus deseos. Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció; difícilmente podría pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre. -No quiero nada -exclamó, arrojándose al suelo-; no deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar, Señor, de igual a igual. -Deja de temblar -le dijo Júpiter-; vengo compadecido de tus quejas, para demostrarte que eres injusto en tus quejas. Escucha. Yo te prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo entero, atender plenamente tus tres primeros deseos, los primeros que quieras formular sobre cualquier cosa. Mira bien lo que pueda satisfacerte, y como tu felicidad depende de tus votos, piénsalo bien antes de formular tus deseos. En diciendo estas palabras, Júpiter ascendió a los Cielos, y el leñador, muy contento, echándose el haz de leña a la espalda, emprendió el camino de regreso. Nunca le pareció la carga menos pesada. -No hay que obrar a la ligera -decía trotando-. El caso es importante; hay que pedir consejo a la parienta. Cuando entró bajo el techo de la cabaña la carga de helechos, le dijo: -Fanchon, hagamos un buen fuego y una buena comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular nuestros deseos. Y allí, punto por punto, le cuenta todo lo sucedido. Al oír su relato, la esposa, viva y presurosa, concibe mil proyectos en su mente; pero considerando la importancia de conducirse con prudencia, le dice a su esposo: -Blas, amigo mío, para no cometer una tontería debido a nuestra impaciencia, examinemos juntos lo que nos conviene hacer en una situación así. Dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada. -Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete y trae vino añejo. Cuando volvió con él, bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo apoyándose en el respaldo de su silla: -¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla! Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando. Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su pobre marido. -¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla? -Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré mejor la próxima vez. -Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo! El esposo, más de una vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer. -Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios, maldita pécora que se te quede colgada de la nariz! Esta súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras, la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan grande que en aquel feliz momento pensó no desear más. -Ya podría, -pensaba para su adentros-, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana,