La liebre y la tortuga




Cody's Cuentos show

Summary: Una fábula de Esopo Érase una vez en un bosque cuyos linderos se confundían con fértiles campos de cultivo, una hermosa liebre, de poderosas patas, larguísimas orejas, y pelaje mar´ón grisáceo, que centelleaba al sol, cuando sus rayos se filtraban entre las hojas de los árboles. La liebre era un animal muy vanidoso, que se jactaba de su valía y su prodigiosa velocidad, despreciando a toda la fauna del bosque. Todos los animales rehuían la compañía de la liebre. Sus primos hermanos, los conejos, decían: -No sabe vivir con sus semejantes. Y todos los animales asentían, pues no simpatizaban con la liebre. En aquellas acaloradas conversaciones en las que unos y otros se dedicaban a poner en evidencia los defectos de la liebre, la tortuga terrestre solía poner fin a las críticas: -Nuestra amiga es joven y rápida. Ha conseguido escapar de todos los cazadores y también de las trampas que le tienden los agricultores. La edad acabará haciéndola más tolerante y menos vanidosa. Y no era extraño que la tortuga hablase de edad. Su dilatada experiencia de más de trienta años, la habían convertido en un animal tranquilo, tenaz y prudente, que poseía toda la sabiduría del mundo en su corazón, y a la que los animales solían consultar cuando les asaltaba alguna duda. Por aquel entonces era el fin del verano. La mayor parte de los animales iba a iniciar su período de hibernación, y muchos no se verían entre sí hasta que llegase la primavera, de modo que, como todos los años, convocaron una bonita fiesta en la que no faltaban sabrosos vegetales que habían recolectado en abundancia. Todo era alegría, hasta que le liebre hizo su aparición, sola, y fanfarroneando, como era su costumbre: -En invierno dormís y en primavera os tumbáis al sol. ¡Lentas y perezosas criaturas! –dijo la liebre, con desprecio-.  Antes de que os retiréis a vuestras madrigueras, nidos y escondrijos, os reto a todos a una carrera. Prometo daros ventaja para facilitaros la tarea, y toda la comida de la que dispongo en mi despensa como recompensa, si alguno de vosotros es capaz de ganarme. Los habitantes del bosque se miraron entre sí, invitándose mutuamente a desafiar a la vanidosa liebre. -Yo estoy en desventaja –dijo el ciervo, célebre por su velocidad-. Mis cuernos se enredan en las ramas y no terminaré la carrera. -Yo debo guardar mis fuerzas para huir de los cazadores –afirmó el zorro-. No voy a jugarme mi preciado pellejo por una tonta apuesta. -Nosotros no podemos –piaron al unísono las aves del bosque-, porque no sabemos correr, sólo volar… Y eso no es lo mismo. -Y yo sólo sé saltar –comentó la rana con un suspiro. Los conejos intervinieron: -No podemos llamar al lobo, podría aprovechar y merendarse nuestra carne suculenta –dijeron abrazándose los unos a los otros. Un incómodo silencio amenazaba con arruinar la fiesta del otoño, cuando la tortuga sabía dio un paso hacia delante: -Yo competiré con la liebre. Tras un instante de perplejidad, comenzaron a oírse algunas carcajadas y multitud de murmullos escandalizados. -¡Pero eso no puede ser! –gorjeaban los pájaros-. No hay animal más lento en el bosque. Sólo el búho asentía, aprobando la decisión de su sabia amiga la tortuga:  -Será una carrera muy justa. Disimulando su hilaridad, la liebre aceptó el ofrecimiento, con toda la solemnidad de la que fue capaz. La tortuga empezó por nombrar árbitro al búho, ya que lo consideraba imparcial, y así fijaron el día de la carrera, el recorrido de ésta y las normas, que no daban la más mínima ventaja a ninguno de los participantes. Fijada la carrera para dos días más tarde, la liebre se marchó a alimentarse de zanahorias y coles de los campos vecinos, y la tortuga comenzó un plan intensivo de entrenamiento. Al amanecer del día señalado para la gran carrera, todos los animales del bosque ya se habían apostado a uno y otro lado del camino, con distintas intenciones.